“la Historia ha sido deshonrada por los historiadores, que han vivido en contubernio vergonzoso con la Tiranía”. Vargas Vila
Por Walter Rivera
León
Fundación Eloy Alfaro
LA VISIÓN DEL ARZOBISPO
EL ESTALLIDO DE LA INSURRECCIÓN ARMADA
¿Una revolución inicua? ¿Una revolución sin ideales? ¿Una horda bárbara, sedienta de sangre? ¿Es cierto todo eso? ¡Es falso! Inicua fue la espantosa masacre cometida contra Alfaro y sus compañeros; inicuos fueron asesinatos como el de Pedro J. Montero y el de Julio Andrade, cometidos en 1912. Hombres sin ideales fueron Plaza y los soldados que defendían a quien se alzó con el poder sobre el cadáver de Alfaro. Horda bárbara sedienta de sangre fue la que asesinó a Alfaro y a otros cinco indefensos prisioneros en el penal. La Revolución de Concha -también llamada Guerra de Concha- no fue una guerra sin ideales. ¿Y cuándo, dónde y por qué estalló la Guerra de Concha? Estalló en Esmeraldas el 24 de septiembre de 1913.
Aprovechando la celebración de la fiesta de la Virgen de las Mercedes, patrona del Ejército Ecuatoriano, Carlos Concha reunió en la ciudad de Esmeraldas a un grupo que en la madrugada del 24 de septiembre de 1913 asaltó el cuartel de la Policía y se apoderó de las armas, lanzando gritos como ¡Abajo Plaza! ¡Mueran los arrastradores! ¡Viva Concha! Entre los valientes que acompañaron a Carlos Concha el 24 de septiembre de 1913 se ha podido rescatar para la memoria colectiva nombres como los de Víctor Martínez, Hermógenes Cortés, Julio Mena Vélez, Simón Plaza Medina, Tiberio Lemos, Adolfo Cruel, Federico Lastra, Remigio Aguilar, Rogelio Escobar, Pedro Pablo Mendoza y Gumercindo Villacrés. Los gritos contra Plaza y contra los arrastradores anunciaban el principal objetivo: derrocar a un gobierno corrupto y sancionar a los asesinos de Alfaro, entre estos el propio Plaza.
Una vez
tomado el cuartel de la Policía, los revolucionarios atacaron el cuartel
militar, pero la intervención de marinos los obligó a retirarse. El gobierno
creyó que era una simple asonada; no podía imaginar que se iniciaba la más
larga guerra del siglo XX en el Ecuador, una guerra de guerrillas que
sorprendió al ejército ecuatoriano, mancillado por su execrable cooperación en
el asesinato de su patrono Eloy Alfaro y por sostener en el poder al principal
acusado de la inmensa afrenta. Carlos Concha Torres estableció su cuartel en
Tachina, y tres días después, desde allí lanzó un manifiesto, en el que fijó lo
que yo llamo los tres grandes ejes de la insurrección y anunció:
“Ecuatorianos:
/ Siguiendo el patriótico dictado de mi conciencia y obedeciendo además a la
voluntad popular claramente manifestada, abro hoy campaña en esta heroica
sección de la República en demanda del honor y la justicia que los pueblos
reclaman”.
PRIMER GRAN EJE:
DERROCAMIENTO DE PLAZA Y SANCIÓN POR CRÍMENES HORRENDOS
“Don Leonidas Plaza Gutiérrez, actual mandatario, está señalado como autor principal de crímenes horrendos, y esto solo bastaría para justificar plenamente que el pueblo ecuatoriano se levantase airado para arrojar de las alturas del Poder a tan inicuo personaje, indigno de ostentar insignias de mando, como no sea para escarnio de la moral y la justicia, pero hay más, mucho más…”
El Manifiesto calificaba a Plaza como “hombre desnaturalizado y criminal”, como “el sátrapa que se ha impuesto a la voluntad nacional con una serie no interrumpida de traiciones y con el más vergonzoso atropello a las libertades públicas”. Y la impunidad de los horrorosos crímenes a base de los cuales Plaza llegó al poder, hizo exclamar a Carlos Concha en el Manifiesto:
“¡Ante esos jueces, muchos de los cuales son cómplices en esos crímenes, es que ha hecho alarde de inocencia el sátrapa! ¡Qué sarcasmo y qué cinismo!”.
¿Cómo se
cometieron los horrorosos crímenes? El 21 de diciembre de 1911, a pocos meses
de iniciado su gobierno, murió el presidente Emilio Estrada, víctima de una
grave enfermedad. Era la crónica de una muerte anunciada. Leonidas Plaza, que
estaba a la expectativa de la muerte de Estrada, lanzó al día siguiente su
candidatura, con el apoyo del encargado del poder Carlos Freile Zaldumbide, que
lo nombró jefe del ejército. ¡Plaza o bala! fue la consigna. Contra las
ambiciones de Plaza, se levantaron en armas Flavio Alfaro en Esmeraldas y Pedro
J. Montero en Guayaquil en diciembre de 1911. Eloy Alfaro, que se había
exiliado en Panamá, vino al Ecuador el 4 de enero de 1912 a mediar entre las
fuerzas contendientes, que libraron sangrientos combates. Don Eloy convenció a
Montero para que acepte firmar el tratado de paz. Plaza hizo creer a sus
adversarios Pedro J. Montero y Flavio Alfaro y al mediador Eloy Alfaro, que
firmando el tratado de paz, se garantizaba la vida de los sublevados y éstos
marcharían al exilio, a condición de que dejen las armas, entreguen la plaza de
Guayaquil y disuelvan sus tropas. Firmó solemnemente el tratado el 22 de enero
de 1912, entró a Guayaquil sin disparar un solo tiro, y cuando los sublevados y
el mediador esperaban confiados que Plaza cumpla lo acordado, fueron capturados
por orden del propio Plaza y llevados al martirio. El 25 de enero de 1912 fue
asesinado y descuartizado Pedro J. Montero en Guayaquil, durante una farsa de
consejo de guerra organizado por Leonidas Plaza. El Viejo Luchador y cinco
compañeros de una arbitraria detención, fueron llevados al panóptico,
paradójicamente, en el ferrocarril que con tanto esfuerzo Alfaro construyó.
Los
prisioneros Eloy Alfaro, Medardo Alfaro, Flavio Alfaro, Manuel Serrano, Ulpia
no
Páez y Luciano Coral llegaron al mediodía del 28 de enero de 1912 al penal, y
unos pocos minutos después, un grupo de asalariados reclutados entre
prostitutas, delincuentes comunes, crueles matarifes, cocheros del gobierno y
de la aristocracia, además de sacerdotes y militares disfrazados, asaltaron el
penal ayudados por los guardias, asesinaron cobarde y atrozmente a los
indefensos prisioneros; desnudaron los cuerpos, los arrastraron por las calles
de la ciudad de Quito, los despedazaron, y por último, los incineraron en El
Ejido en una orgía macabra. Contaron con el apoyo del ejército, dirigido por
Leonidas Plaza, y con el de la Iglesia, encabezada por González Suárez. Y antes
de que se cumplan dos meses de esta macabra operación, cayó asesinado por una
bala placista el 5 de marzo de 1912 el Gral. Julio Andrade, el que allanó el
camino hacia el poder a Plaza derrotando en los campos de batalla a las huestes
de Pedro J. Montero y de Flavio Alfaro, pero se había convertido ya en
opositor. Ese mismo 5 de marzo de 1912 fue derrocado Carlos Freile Zaldumbide,
que también tenía aspiraciones a la presidencia y ya no le servía a Leonidas
Plaza para su ascenso al poder; así sorteó los últimos obstáculos.
¿Cómo
asegurar la sanción a los criminales de lesa patria, encabezados por Leonidas
Plaza? La respuesta del manifiesto de Tachina fue clara: el pueblo ecuatoriano
tenía que “arrojar de las alturas del Poder a tan inicuo personaje, indigno de
ostentar insignias de mando”. Era necesario derrocar a Plaza.
SEGUNDO GRAN EJE: DEFENSA DE LA INTEGRIDAD TERRITORIAL DEL ECUADOR
“… pero hay más, mucho más que obliga a tal acto reivindicador”.
Nótese a qué llama “acto reivindicador” el
Manifiesto de Tachina: al derrocamiento de Plaza. Queda claro, así, que arrojar
a Plaza del poder era necesario, no sólo por los abominables crímenes de 1912;
había más, mucho más. Volvamos a citar al Manifiesto:
“Esos crímenes fueron el funesto prólogo de una serie de atentados de otro orden que tienen sumido al país en honda postración y que lo llevarán irremediablemente a su total ruina, al sacrificio de parte de su territorio y quizá hasta la pérdida de su autonomía”.
En el Manifiesto, esta no es la única referencia al
peligro de que el Ecuador pierda parte de su territorio y hasta su soberanía.
El primer párrafo dice que “la triste situación en que se encuentra el Ecuador…
impone al patriotismo el sagrado deber de volver por los fueros de la dignidad
de la Patria… y sobre todo, asegurar la integridad territorial que se encuentra
gravemente amenazada”. Más adelante habla de “misteriosos arreglos combinados
con ciertos extranjeros” y de que “los sumisos servidores del tiranuelo son los
que después de entregarle al amo cuanto existe en la República, la empeñan
todavía por fabulosas sumas que han de enriquecer al déspota y a los suyos y
que nos costará el Archipiélago de Colón seguramente y la pérdida de nuestro
carácter de nación autónoma como consecuencia probable”.
¿Estaba especulando Carlos Concha? En mayo de 1904,
en la primera administración de Leonidas Plaza, se firmó el tratado
Tobar-Riobranco, mediante el cual el gobierno del Ecuador cedió al de Brasil
una extensa zona en la selva amazónica, cuya dimensión alcanza los 73,000
kilómetros cuadrados, según el historiador guayaquileño Jorge Villacrés Moscoso
(1918-2006) en “Geopolítica del Estado Ecuatoriano”. La Patria fue puesta en
venta: el gobierno de Plaza propuso al de Brasil una compensación de cien
millones de dólares, relata Roberto Andrade en el libro “Vida y Muerte de Eloy
Alfaro”. El tratado tomó los nombres de los ministros plenipotenciarios Carlos
R. Tobar, de Ecuador, y barón de Riobranco, de Brasil. A este tratado –al que
no se suele mencionar, peor aún condenar en los textos de Historia de Límites-
se le dio el carácter de secreto, para que el pueblo no conozca esta inmunda
traición a la Patria, que sólo se descubrió después de que Plaza terminó su
primera administración. ¿Era o no justificada la afirmación de que se
encontraba gravemente amenazada la integridad territorial del Ecuador?
El escritor Roberto Andrade, contemporáneo de
Alfaro, relata una cadena de gestiones de Leonidas Plaza para negociar el
archipiélago. En 1903, durante su primera administración, Plaza propuso a
Francia –lo dice Andrade- un empréstito de cien millones de francos, que
incluía entregar como prenda pretoria el Archipiélago de Galápagos, pero el
gobierno francés prefirió no concretar la negociación, a pesar de que Plaza
insistió con una nueva propuesta en la cual ofreció pagar intereses más altos
que los ofrecidos inicialmente. No contento con esto, propuso a través del
comisionado Lizardo García, al presidente norteamericano Teodoro Roosevelt, dar
las Galápagos por cinco millones de dólares. Las negociaciones continuaron
cuando García llegó al poder auspiciado por Plaza, pero se interrumpieron
porque fue derrocado. Refiere Roberto Andrade que una vez que Plaza usurpó el
poder sobre el cadáver de Alfaro, desplegó una intensa campaña enviando agente
tras agente con el objeto de obtener empréstitos y negociar las Galápagos;
incluso buscó cómplices en gobiernos hispanoamericanos, a los que no pudo
cohechar, hasta que el de Argentina difundió la noticia de que Plaza estaba
enviando un agente secreto para gestionar la intervención argentina en la
negociación de las Galápagos. La difusión de esa noticia hizo malograr la
negociación, y el estallido de la Guerra de Concha consolidó el fracaso del
proyecto. Sin embargo, un autor local en su Historia General de Esmeraldas,
dijo que era infundada la acusación de Concha contra Plaza por las Galápagos.
En las postrimerías de la segunda administración de
Plaza, el 15 de julio de 1916, cuando ya estaba prisionero Carlos Concha y
decaía la Guerra de Concha, el territorio nacional sufrió una enorme
desmembración con la firma del tratado Muñoz Vernaza-Suárez. El gobierno de
Plaza entregó a Colombia la zona del Caquetá y del Putumayo, que representa
175.800 kilómetros cuadrados, equivalentes a más del 60% del territorio que
tiene actualmente el Ecuador. El plenipotenciario nombrado por el gobierno de
Plaza fue Alberto Muñoz Vernaza, el conservador recalcitrante que organizó el
consejo de guerra y el fusilamiento de Luis Vargas Torres en 1887, a tal punto
que éste lo menciona en su último escrito como uno de los esbirros de que se
valió Plácido Caamaño para conseguir su eliminación. ¿Tenía o no razón el
Manifiesto de Tachina cuando denunciaba el peligro de que el país pierda parte
de su territorio? Este pronóstico se cumplió al pie de la letra, pero otro
historiador esmeraldeño (Estupiñán Tello) escribió que no ocurrieron los males
anunciados por el coronel Concha en su proclama.
TERCER GRAN EJE: LA LUCHA CONTRA LA CORRUPCIÓN
Otro de los ejes del Manifiesto de Tachina fue la
lucha contra la corrupción, que se expresa clara y tajantemente en pasajes como
estos:
“Ahora queda por llenar la codicia, la insaciable codicia de este sátrapa y sus adeptos…”.
“Una asquerosa colección de lacayos, dóciles y venales, casi en su mayoría, es la que ha actuado en forma de Congreso, y esa agrupación inmunda de seres abyectos no podía menos que secundar los siniestros planes de quien para el efecto les dio el carácter írrito de representantes del pueblo.”
“Esos sumisos servidores del tiranuelo son los que después de entregarle al amo cuanto existe en la República, la empeñan todavía por sumas fabulosas que han de enriquecer al déspota y a los suyos…”.
“Agréguese a este cuadro tan verídico como sombrío la mofa que se hace de la Ley; el desbarajuste administrativo; el robo escandaloso en la mayor parte de las oficinas fiscales; (….) las prebendas que se reparten en medio de una deplorable penuria fiscal; el desprecio con que se trata a la sociedad llevando a los puestos públicos a gentes crapulosas e ineptas, y otras muchas prácticas sintomáticas de triste decadencia, y se comprenderá la sobra de razón con que hoy los pueblos se levantan con las armas en la mano resueltos a poner coto a tanta iniquidad…”
Ni los cerebros de alquiler al servicio de Plaza,
como Manuel J. Calle, pudieron ocultar el desbarajuste administrativo y
financiero, con un Erario en ruinas y dependiendo por completo del Banco
Comercial y Agrícola dirigido por Francisco Urbina Jado, que imponía la
política económica y las candidaturas. “En ningún gobierno han abundado más los
ladrones, los peculadores, los agiotistas, los negociantes fraudulentos, en
fin, los más cínicos y desvergonzados esquilmadores del Erario”, escribió José
Peralta en 1918, y añadió que “son innumerables los colectores, los tesoreros,
que se han alzado con los fondos públicos” y que el robo había sido tal que
muchos improvisaron colosales fortunas sin más que conquistar el cariño del
amo.
EL ALTO SITIAL DE LA REVOLUCIÓN DE CONCHA
Es una vergüenza que el país no haya sido capaz de
unirse para echar del poder a Leonidas Plaza, pero Esmeraldas cumplió con
creces un altísimo deber. Ni Manabí, la tierra del Viejo Luchador, ni
Guayaquil, con toda su tradición de altivez y su importancia política, pudieron
responder a la altura de las circunstancias ante la más grande afrenta inferida
a la Patria, y Leonidas Plaza se había jactado en un mensaje de que hasta
entonces “ni siquiera se ha levantado una montonera, no se ha disparado un solo
tiro”. Fue Esmeraldas, encabezada por Carlos Concha, la que respondió en nombre
de la dignidad de la República, y sostuvo una larga guerra, que duró más de
tres años, que persistió a pesar de que su líder fue capturado en febrero de
1915 y a pesar de que en otros lugares del país, que la secundaron, no tuvo la
misma duración.
Es apropiado repetir lo que escribí en el artículo
“La Revolución de Concha, Gloria de Esmeraldas”, publicado en el año 2005:
“… en ese momento trágico de la historia del país, el alma del Ecuador se había refugiado en Esmeraldas; Esmeraldas era el punto más alto de la nacionalidad”.
“Esta ciudad fue una ciudad mártir, una ciudad sacrificada y heroica, que salió en defensa de la dignidad del país. Yo sostengo que Esmeraldas, en ese momento trágico, representaba la dignidad de la humanidad; se había cometido un crimen contra la humanidad…”.
No hay que olvidar que la ciudad de Esmeraldas
estuvo bajo estado de sitio; que el gobierno de Leonidas Plaza trató de
someterla no solo a sangre y fuego, sino también por hambre, y que el 10 de
febrero de 1914, ese gobierno cometió un crimen de guerra jamás repetido en la
Historia del Ecuador: la capital de la provincia y poblaciones vecinas fueron
bombardeadas, muchas viviendas fueron reducidas a cenizas, y no sabemos cuántas
vidas humanas se perdieron a consecuencia de los bombardeos. La pedagogía del
oprobio impartida por González Suárez, no condena a Plaza por los bombardeos
inmisericordes contra poblaciones esmeraldeñas; no condena a los que cobarde y
atrozmente asesinaron y descuartizaron a ilustres prisioneros indefensos, entre
ellos el General Eloy Alfaro; no condena a quienes utilizaron el nombre de la
Cruz Roja para encubrir labores de espionaje y de provocación; pero sí condena
a la Revolución de Concha a base de falacias; sí condena a los patriotas que se
alzaron en armas para levantar a la Nación del abismo de ignominia en que
yacía.
LA HISTORIA, DESHONRADA POR HISTORIADORES
Los principales historiadores locales han atribuido a Carlos Concha inverosímiles motivos personales, desde la intención de evitar el pago de una deuda hasta un mero capricho de autócrata al que nadie hacía cambiar de parecer. Se hicieron eco de la pastoral de Federico González, que calificó a la gesta de Esmeraldas como una revolución inicua, y a los heroicos guerrilleros como una horda bárbara, sedienta de sangre. El destacado guerrillero negro Federico Lastra, fue tildado por esos historiadores como chacal, matador despiadado, desalmado, poseído por la furia del demonio; era parte de eso que Federico González llamó “horda bárbara”. Federico González Suárez era arzobispo de Quito cuando asesinaron a Alfaro, y no se esforzó para impedir la espantosa masacre; contempló desde el balcón del palacio arzobispal la infame procesión de los asesinos, y comentó en sus memorias que vio pasar frente a su despacho los cadáveres de Alfaro y Páez, mientras los arrastradores gritaban ¡viva la Religión!, ¡mueran los masones!, ¡viva la Virgen María!, ¡viva el arzobispo!, ¡viva el Sagrado Corazón de Jesús! El arzobispo González Suárez salió de su mansión dizque a pacificar el centro de la ciudad, pero sólo cuando el macabro crimen estaba consumado, y los cadáveres yacían ya en El Ejido. No condenó jamás ese múltiple y horrendo asesinato, pero, en cambio, sí levantó su voz para condenar a los que exigían sanción a los responsables de la afrenta más grande de la Historia. González Suárez, además, fue uno de los que en 1909 fundó la Academia Nacional de Historia como un reducto de la oposición conservadora contra la segunda administración de Alfaro. El escritor colombiano José María Vargas Vila dijo sobre él: “La Historia escribirá un día sobre él, deshonrándolo, como él ha deshonrado ya la Historia, escribiéndola”.
AJUSTAR CUENTAS CON LA HISTORIA
Han pasado más de cien años del estallido y de la finalización de la Guerra de Concha de 1913-1916, y es justo que se la estudie en el sistema educativo y se la reconozca como una gesta gloriosa de carácter nacional; que se cumpla lo que dicen los últimos versos del Himno de Esmeraldas: “cantan himnos de gloria infinita / tus hermanas rindiéndote honor”. En esta línea, la nominación del aeropuerto de Tachina en el año 2013, constituye un avance. El Ministerio de Transporte y Obras Públicas convocó en abril de 2013 a un concurso público para elegir, mediante voto electrónico nacional, el nombre del nuevo aeropuerto de Esmeraldas ubicado en Tachina. Nos correspondió liderar la postulación y coordinar la campaña de nominación, que culminó el 10 de mayo de 2013 con 55.061 (57.99 %) a favor de Carlos Concha Torres, seguido por 30.220 (31.83 %) del nominado más cercano. Este resultado fue proclamado en el primer día hábil siguiente por la comisión designada para el efecto; el 31 de julio de 2013, mediante Acuerdo Nº 068, la Ministra de Transporte y Obras Públicas oficializó la nueva denominación; y el 14 de enero de 2014 fue inaugurado por el gobierno de Rafael Correa. Perennizar el nombre del líder de la gesta revolucionaria en el aeropuerto ubicado en Tachina, es una ruptura con una larga noche de tergiversación y olvido; es el principio de un homenaje nacional a la provincia de Esmeraldas, que apoyó sacrificadamente al insigne guerrero. Quedarán, en consecuencia, ligados en forma perenne el nombre de Carlos Concha y el de Tachina, donde se estableció el campamento revolucionario inmediatamente después del 24 de septiembre de 1913. Fue Tachina desde donde, tres días después, Carlos Concha emitió el manifiesto “A la Nación” para anunciar a los ecuatorianos que, siguiendo el patriótico dictado de su conciencia, abría campaña “en esta heroica sección de la República en demanda del honor y la justicia que los pueblos reclaman”.
Sin embargo, el país aún está en deuda con la
memoria del levantamiento armado de 1913-1916. Mucho ha tenido que ver con esto
la labor de los pedagogos del oprobio. En la tierra natal de Carlos Concha
-duele decirlo-, hasta hoy no se le ha erigido una estatua, ni se ha levantado
una columna conmemorativa que perennice la gesta y los nombres de sus
principales compañeros de combate, como Julio Mena Vélez, Simón Plaza Medina,
Tiberio Lemos, Adolfo Cruel, Federico Lastra, Víctor Martínez, Hermógenes
Cortés, Remigio Aguilar, Rogelio Escobar, Pedro Pablo Mendoza, Gumercindo
Villacrés, Carlos Otoya Ramos, Jorge Enrique Martínez, Sacramento Mina, Jorge
Otoya Borja, Domingo Mina, Nemetrio Batioja, Ildauro Quiñónez, Benito Valencia,
Ulpiano Quintero, César Calderón, Tulio Caicedo y José María Vernaza, entre
muchos otros.
Ante la pregunta de González Suárez “¿Qué es la Revolución de Concha?”, respondo que la Guerra de Concha es Gloria de Esmeraldas, que Esmeraldas era el punto más alto de la nacionalidad en ese momento histórico, y que aún falta ajustar cuentas con la Historia. Sí; aún falta ajustar cuentas con la Historia, porque, como dijo Vargas Vila, “la Historia ha sido deshonrada por los historiadores, que han vivido en contubernio vergonzoso con la Tiranía”.
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